En Cuba la explotación agrícola sin ninguna medida de protección ambiental ha provocado una inquietante degradación de los suelos. Este proceso no podrá detenerse a menos que se modifique el sistema actual de tenencia de la tierra.
Por Oscar Espinosa Chepe
En Cuba la explotación agrícola sin ninguna medida de protección ambiental ha provocado una inquietante degradación de los suelos. Este proceso no podrá detenerse a menos que se modifique el sistema actual de tenencia de la tierra.
En Cuba los problemas ecológicos están a la orden del día. Las aguas de la bahía de La Habana están tan contaminadas que en ellas es imposible cualquier forma de vida. El río Almendares que atraviesa la ciudad, antaño conocido por su limpieza, hoy se distingue por su fetidez. En el interior de la isla, la situación es a veces peor. Pero el problema más grave y generalizado es sin duda el creciente proceso de degradación de la superficie cultivable.
El periódico Granma, órgano oficial del partido comunista de Cuba, reconocía en una edición de octubre de 2000 que "76,8 % de las tierras del país clasifican en las categorías de poco productivas y muy poco productivas" e imputaba esa situación al "mal drenaje, la elevada compactación y otros factores adversos". El periódico agregaba que "alrededor de 4 millones de hectáreas (61% de las tierras agrícolas cubanas) presentan diferentes grados de erosión", mientras que "14 % de la superficie agrícola del archipiélago está dañada por la salinidad".
Desde principios de la República, en 1902, la producción azucarera fue en aumento y, por ende, la necesidad de dedicar vastas extensiones de tierra al cultivo de la caña y de abastecer de leña a los ingenios. Ello ocasionó la deforestación de grandes áreas y el empobrecimiento de los suelos. Con el triunfo de la revolución en 1959 y su propósito de iniciar una reforma agraria que proscribiera el latifundio, se esperó que la preservación de los recursos naturales y, en especial, de la tierra se convirtiera en un objetivo prioritario. Pero la realidad no validó esas esperanzas. El latifundio prerrevolucionario fue sustituido por el latifundio estatal: se crearon sobredimensionadas unidades productivas, lo que aceleró el proceso de degradación y destruyó además el vínculo del campesino con la tierra. Caseríos y casas individuales han desaparecido masivamente y desde 1959 la población rural ha disminuido en un 50%.
Así, el Estado se ha convertido en el gran propietario de las tierras en virtud de un concepto erróneo de propiedad social que impuso un sistema burocrático controlado por personas escogidas por su fidelidad al régimen. Esta política ha provocado una drástica reducción de los rendimientos agrícolas. Pero también ha causado daños irreversibles al medio ambiente debido, entre otros factores, a la excesiva mecanización sin medidas que evitaran la compactación de los suelos y al uso indiscriminado y en altas dosis de fertilizantes químicos, herbicidas y pesticidas. A ello hay que agregar la quema de caña con la consiguiente destrucción de la capa vegetal, la creciente deforestación y el mantenimiento del monocultivo de la caña de azúcar. Por último, la excesiva utilización de las aguas subterráneas para el riego y obras hidráulicas mal concebidas y peor ejecutadas han sido la causa de la salinización de terrenos en varias regiones de la isla, como por ejemplo el valle de Caujerí en la provincia de Guantánamo.
Lamentablemente no se advierte ninguna perspectiva de cambio. La estatización de la superficie agrícola permanece invariable. Para detener la degradación de los suelos y promover un desarrollo agrícola sostenible, sería necesario sustituir el actual sistema de tenencia de la tierra por otro que motive al campesino a cultivarla con esmero y sin restarle su fertilidad. En Cuba los equilibrios naturales se han roto. No podrán restablecerse si se siguen ignorando los firmes vínculos que deben existir entre los campesinos y su medio.